domingo, 8 de agosto de 2010

Corrida de toro

El histórico día en que fueron abolidas las corridas de toros en Cataluña (me enteré porque mis amigos me colapsaron el facebook con la feliz noticia), me encontré, nada menos que en Katmandú, con una. Una corrida de toro, pero en este caso de las buenas, de las que dan gustito.

Iba yo en un taxi diminuto y destartalado mirando por la ventana el río Bagmati y las colinas al fondo del valle, cuando de pronto el conductor paró en seco. Delante, otro coche y delante de éste, un señor toro montando a una señora vaca. Dada la sagrada condición de esta última, el acto fue contemplado con solemne paciencia y el debido respeto por los que allí nos encontrábamos. En una ciudad en la que se conduce con la mano en el claxon, me resultaba increíble que nadie tratara de disuadirles para continuar con el tráfico.

Una vez terminada la cópula, juraría que los animales estaban sonriendo y se me ocurrió que aquélla no era sino una demostración más de la consciencia colectiva que impera en el reino animal. Aquellas dos reses estaban celebrando con sendas corridas, el fin de la corrida más dantesca y cruel.

Y siento ser tan soez, oiga, pero es lo que tiene escribir, que los juegos de palabras nos dan, valga la redundancia, mucho juego.

Así que, parafraseando a mi amigo Pablo, "Vivan las corridas, pero en la cama" (o en las carreteras de Nepal).

miércoles, 4 de agosto de 2010

Eat, pray, love o la promesa de Pokhara


Casualidades me persiguen como siempre, claro que estando receptiva quizás sea yo quien las atraiga como un imán o quizás sea sólo que tengo los ojos tan abiertos que me es imposible no verlas. Digamos que yo las llamo coincidencias y simplemente las contemplo divertida, mientras otros se empeñan en llamarlas señales y las dotan de seriedad y de peso específico.

- Can't you see it? it's another signal!

Los sueños se confunden con la realidad como la tierra se confunde con las aguas de la certeza en los lagos de Pokhara. Pude sumergirme en el perfume de las canciones que canté en la adolescencia y me sentí afortunada y bendecida por una situación tan imprevista como perfecta.

Bendecida fue la causa de mi fortuna

El caso es que entré a refugiarme de la lluvia en una librería de viajes y ahí lo encontré. Sin entrar en detalles de las casualidades que lo rodeaban, os diré que me esperaba en un estante y me decía exactamente:
Come
Reza
Ama

Así que pagué las 650 rupias que costaba sin regatear un céntimo, aproveché para comprar también banderas de oración tibetanas y los imanes de rigor y me lo llevé como un tesoro.

Calidad literaria discutible, una trama con demasiados saltos, pero una moraleja maravillosa:
Que comas
Que reces
Que ames

Por lo tanto decidí que ésas iban a ser las premisas del resto de mi viaje, y me dediqué a:
Comer
Rezar
Amar

Eso sí, a mí manera todo ello.

Fui capaz de comer decentemente por primera vez desde que pisé el país, me enseñaron a rezar como hacen por estas latitudes y me dio la sensación de que iba por el camino correcto en cuanto a aprender a amar.

El balance a mi regreso a Madrid es:
Más kilos
Más alma
Más corazón

En cuanto al destino final de este viaje, el que aún no ha acabado y de hecho parece estar simplemente empezando, parece ser:
Mayor equilibrio
Mayor serenidad
Mayor felicidad

Y ésta es la historia de cómo, sin pretenderlo, me hice mi propia promesa de los lagos de Pokhara.

martes, 3 de agosto de 2010

Visa Desk

When I got the visa desk at Kathmandu airport, the man that took my passport told me:
- You are wearing mehendi, the bangles, the tika... you look as a Nepali woman, and you have only been here for 3 weeks!
I smiled and replied:
- Yes, but I have been here with Nepali people
- Was it your first time in Nepal?
- Yes
- Did you like it?
- Yes, very much, I have had a great time
- You are coming back
- Who knows, I would love to...
- Yes, you are coming back, I can see it in your eyes
- That's because you can see I have been crying
- No, that is because I can see love in your eyes

I couldn't say anything, just remained shocked.
He gave me my passport back and said:
- Come back soon and have a nice flight.

Then I started crying again.

Visa

Al llegar al departamento de visados del aeropuerto de Kathmandú, el señor encargado de coger mi pasaporte y comprobar que todo estaba en orden me echó una mirada rápida y me dijo:

-Llevas mehendi (henna) en las manos, las pulseras típicas, el tika en la frente... pareces una mujer nepalí ¡y sólo has estado aquí tres semanas!
- Sí, pero he estado rodeada de nepalíes
- ¿Era la primera vez que venías a Nepal?
- Sí
- ¿Te ha gustado?
- Mucho; me lo he pasado muy bien
- Vas a volver
- Quién sabe; me encantaría...
- Sí, vas a volver, puedo verlo en tus ojos
- Eso es porque ha visto que he estado llorando
- No, es porque puedo ver el amor en ellos

No pude decir nada, simplemente me quedé parada.
Me devolvió mi pasaporte y me dijo:

- Vuelve pronto y que tengas un buen vuelo

Entonces empecé a llorar de nuevo.

viernes, 23 de julio de 2010

Manos (o cómo amar en Nepal)

En la fiesta del cole de las niñas saludando a un profesor

En este país en el que me encuentro se usan las manos para comer, para rezar, para saludar -namaste-, para dar las gracias, para jugar.
Y para querer.

Entendí ese lenguaje el primer día, cuando las más pequeñas de las niñas con las que aquí estoy me miraban sólo cuando yo no las miraba a ellas y se mostraban terriblemente tímidas cuando les hablaba. Sin embargo, cuando las dejo estar, con la cabeza apuntando en dirección opuesta a mí, me cogen la mano tímidamente, primero rozándome con un dedo y, poco a poco, agarrándomela con toda la fuerza que sus escasos años de vida les permiten.

Mi mano en las de Tika

Así me paso los días, aprendiendo a tocar y a rozar manos ajenas, incluso rostros, aprendiendo el maravilloso lenguaje de las manos, lengua muerta en nuestro occidente.

Hace dos días, mis nuevos amigos empezaron a darme la mano al despedirse de mí, algunos lo hacen formalmente, otros simplemente me la rozan. Aquí no hay besos, sólo los que les doy a las niñas y que excepcionalmente algunas se atreven a devolverme después de darme las gracias.

Los besos son mi manera de darles amor, pero no necesito los suyos. No los echo de menos: me valen los roces en los meñiques, las niñas mayores cogiéndome de la mano para llevarme a la mesa, las pequeñas robándome caricias y jugando con mi pelo con sus manos diminutas y tostadas al sol del Himalaya.

Sabina volando sobre mis piernas

Con mis manos agarro con fuerza las suyas para hacerlas volar sobre mis piernas. Las sueltan, extienden los brazos y se creen las águilas que habitan en sus montañas. Y me lo dicen: "I am a bird". Ellas saben lo que es la libertad ahora que la vida les ha dado una oportunidad.

Con las manos aprendo que no estoy sola aquí, con las manos me dicen "vuelve".

En realidad, todo lo que aquí se está gestando ha empezado por las manos -las que escribieron un mail solicitando ir a Kathmandú a colaborar con el proyecto, las que cogieron las flores e hicieron un ramo con ellas, las que cocinaron un plato exquisito, las que tocaron, las que acariciaron, las que dijeron "Namaste, nice to meet you"-. Y no me puede parecer más mágico.

viernes, 18 de junio de 2010

Sabía que lloraría (homenaje a don José)


Siempre supe que lloraría llegado este día, siempre supe que las letras que él teñía de rojo, se volverían negro muerte con su marcha.

Ya no podré buscar sus tribunas cuando los diarios cubran la injusticia social, la desigualdad. Ya no habrá columnas denunciando la incoherencia y los atentados a nuestros hermanos y a los animales.

Es ridículo llorar, o no, pero no puedo evitar sentirme huérfana, como cuando se fue el gran Mario, como cuando se irá el gran Gabo.

Don José es el único capaz de dotar de templanza a la letra indignada, al debate enfadado. Es el único que se mantiene sereno cuando critica, el único de rostro inquebrantable ante los dolores de una Tierra cuya sangre él convertía en la tinta de una pluma intachable.

Ni en pasado puedo escribir aún.

Los que amamos la literatura pero, sobre todo, el pensamiento, nos quedamos mudos, por extraño que eso parezca. Es estos momentos nos damos cuenta de que la vida acaba, hasta para los más grandes. En el fondo, no seamos egoístas, 87 años sin abandonar nunca su tarea incesante, son muchos. Gracias por habernos acompañado con tu trabajo hasta el final.

Y buen viaje, maestro. Buen viaje.

martes, 13 de abril de 2010

Anhedonia

Quedan dos horas para las diez de la noche. Dos horas para irme a la cama a una hora mínimamente decente, aunque mucho más temprana de lo normal si tenemos en cuenta que me levanto a las ocho y cuarto de la mañana. Poniéndola a la tremenda, podría quedarme una hora y media, y me iría a la cama a las ridículas nueve y media, como vengo haciendo últimamente.

Hasta ahí, cálculos de horas que pueden resultar irrisorios si no supusieran las ganas de nada que tengo. Ganas de tumbar el tiempo sobre mi cama, en unas sábanas lisas que se vayan arrugando con minutos de vida perdidos por el disgusto de la inapetencia, por el temor a la confusión que hay ahí fuera.

Ganas de no mezclarme con nada ni con nadie, de que no pare de llover para tener una excusa que me resguarde bajo el edredón. Ya no puedo con el ruido de la tele, con el del teléfono, con el de las palabras de los demás que me llegan como un eco lejano e ignorante. No soporto las letras de los libros que ya no sé leer.

Siento como si cada día que pasa, desaprendiera una nueva lección, como si cada noche me acostara más necia de lo que me levanté, como si me volviera disléxica con cada palabra que escribo y sorda con cada palabra que escucho. Me levanto con una neurona menos cada mañana. Puedo sentir como una aspiradora absorbe mi serotonina y me deja carente de sensaciones y sentimientos. Puedo ver la nada como si fuera la Emperatriz Infantil de la peli de mi infancia.

Para entender el sentido de cada cosa que elegí en un mejor momento de mi vida, me sirvo de un retrovisor. Así entiendo por qué compré aquel vestido o por qué coloqué esa lámpara en ese lugar o por qué decidí que ella y yo podíamos ser amigas.

Anhedonia: ¿en qué hora enfermé de esta palabra absurda que niega el placer y su búsqueda? ¿En qué momento la multitud se convirtió en una maraña demasiado complicada para mis sentidos? ¿En qué lugar decidí que éste no es mi sitio?

martes, 2 de marzo de 2010

Ruido

Hace dos semanas fui a la revisión médica anual de la empresa.
La enfermera me sacó sangre, me hizo decir A, me hizo leer filas de letras y me metió dentro de una cabina con unos cascos, como si fuese una intérprete simultánea en una rueda de prensa de uno de mis clientes.

Cuando pasé a ver al médico, éste me dijo:
-Usted no oye bien. El oído izquierdo no funciona como debería, ¿usa auriculares?
-No tengo MP3
-¿Ve la tele muy alta?
-No recuerdo la última vez que la encendí y no, bajita, bajita
-¿Va a discotecas frecuentemente?
-Ehm, hace 6 meses que no piso una y antes de esa ocasión otros 6, probablemente.
-Bien, pues igualmente, oye usted mal, ¿no nota que tienen que llamarla muchas veces antes de que responda?
-Pues mire, la verdad es que no; tengo la sensación de oír perfectamente...
-Bueno, las pruebas al respecto son claras, y el año pasado ya mostraba indicios de pérdida de audición.

Le dije que bien, que vale, que lo tendría en cuenta y pasamos a hablar de mi corazón.

Hoy he recibido el informe y en él el tipo insiste en que la audiometría da un resultado preocupante. He pasado de ese apartado y he seguido leyendo. Entonces me he dado cuenta, sola en mi salón, del ruido. Oía un ruido, uno permanente, uno que me resultaba sorprendentemente familiar. Tenía la sensación de que el ruido llevaba mucho tiempo ahí, en algún sitio de mi cabeza, y que me había acabado acostumbrando a él. Es un ruido continuo, un murmullo constante, como cuando llegas a casa a las 6 de la mañana después de haber estado de marcha y te parece oír el vacío.

Quizás ese barullo me estuviese dejando sorda, quizás, como con tantas otras cosas, la causante sea yo, y ésta solamente sea otra forma de somatización. Puede que sea yo misma quien se está ensordeciendo. Se me ha ocurrido pensar que pierdo el oído por no oír estupideces, por alejarme del ruido que me degrada, de los sonidos que me limitan, de las palabras que tantas veces me incapacitan. Palabras hirientes, juicios inapropiados, frases salpicadas de cinismo, deseos falsos, augurios envenenados. Y sí, soy vulnerable ante lo que oigo, soy permeable ante lo que veo. Soy como un recipiente cóncavo.

A veces sueño que me clavo bisturís en los ojos. Quién sabe. En la revisión del año que viene quizás la novedad sea que esté perdiendo visión de forma acelerada. Y entonces, llegaré a casa y descubriré una nube gris bajo mis párpados que yo misma habré condensado para, además de sorda, volverme ciega.

martes, 12 de enero de 2010

Cadenas


Bienvenida al mundo real.
¿Cuántos años dices que tienes? Vaya, has empezado pronto a sufrir. Bueno, mejor, así te vas entrenando.

Ah, ¿ese peso en el pecho? Sí, se llama dolor. D-O-L-O-R. Vete aprendiendo la palabra, para que vayas nombrando cada punzada.

Ja. Claro que no desaparece, esto es sólo el principio. Por la noche se nota más; cuando estás tumbada y pretendes dormir y olvidar... Quítate esa idea de la cabeza, duele incluso en sueños.

Soñarás que te cae una losa encima, que te arrancan la piel a tiras, que te intentas quitar un pañuelo del cuello y todo lo que consigues es apretarlo más, ahogándote. Soñarás que caes al vacío y notarás como te estampas contra el suelo. Soñarás que corres para huír y que te tropiezas sin poder levantarte, que estás bajo el mar y se te revientan los típanos. Soñarás que se te caen los dientes, que no puedes hablar ni pedir perdón.

Y en el mundo real, pedirás perdón una y otra vez, pero no te escucharán a menos que grites maldades. La humildad nunca sirvió para llegar lejos.

Este es mi primer regalo, pequeña: aprende a no dormir para no encontrar el desasosiego allí donde buscabas la calma. Vive despierta, caminando sola, mirando tus huellas sobre la nieve recién caída e intentando que las cadenas no te aprieten más de la cuenta.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Vómito

Recuerdo aquella noche. Aún me duele.

El día que sentí dolor supe que había llegado el momento de admitir que los sentimientos que con tanto esmero traté de medir se me habían ido de las manos. Esa punzada implicaba que ya no había vuelta atrás.

Mi esternón emitió un crujido: se había roto con los latidos de mi corazón asustado, que botaba insistentemente antes de apagarse. Mi cuerpo se convirtió en un ataúd de madera en el que reposaban órganos inertes.

El dolor de la consciencia hizo de mí un cuerpo muerto.

Me recuerdo de rodillas vomitando en el suelo, poco antes de perder el conocimiento. Cuando volví en mí, era un despojo entre tus brazos, más largos que nunca.


No soporté que estuvieras ahí cerca, que lo hubieses presenciado todo. No podía aguantar tu cara de compasión, de resignación, de pena ajena, de quien trata de guardar la calma mientras se hace preguntas.


Recuerdo que, aunque no entendías, me decías que no pasaba nada, que no intentara explicártelo, que ya habría días para hablar. Recuerdo que no contesté, consciente de que no habría ya tiempo de nada, de que había llegado demasiado lejos.


Sabía que mi dignidad te desterraría a un lugar lejano, sabía que nunca admitiría lo ocurrido y jamás confiaría a tu memoria el mayor de mis secretos. Mi amor por ti no era tan grande como mi sensación de vulnerabilidad y de hielo.


El vértigo había podido conmigo, me había dejado caer al abismo y al final me había estampado contra un mármol liso y frío.


Sabía que mi cara de miedo se te quedaría para siempre en la retina y que incluso dejarías de ver mi sonrisa, porque ya sólo podrías ver mi mueca de dolor cuando me dirigieras la mirada.


Mi desnudez llevó a la innecesaria transparencia. Mis órganos estaban congelados y se veían a través de la piel lisa.

Sentía que mi cuerpo inerte era una cárcel, que mi corazón había acabado enjaulado entre mis huesos. Tenía el esternón partido en una fisura mortal y era incapaz de respirar sin tus branquias.


Mi última mirada fue hacia el charco de vómito a mi izquierda: transparente, líquido y salado. Eran las lágrimas que mi orgullo se negó a llorar cuando era el momento y que, junto a la hiel, se colaron poco a poco en mi tripa, desembocando en un final tan absurdo.


Te dije que te fueras. Mientras intentabas que no te cerrara la puerta, comprobé que tu cara, en el fondo, era de alivio.

lunes, 19 de octubre de 2009

Pedro

Como cada septiembre el portero de mi edificio, no vino a trabajar. Era su mes de vacaciones. En su lugar había un hombre pequeño, con gafas.

La semana pasada me di cuenta de que ya estábamos a mediados de octubre y seguía sin aparecer. Le pregunté al nuevo portero que dónde estaba Pedro y me dijo: Se ha jubilado.
Me pareció que se sorprendía al reparar en mi mueca, mezcla de incredulidad y decepción. Probablemente fuese la primera que le ponía cara triste porque Pedro se había ido.

Enseguida le sonreí y le dije: Pues bienvenido, ¿cuál es tu nombre? Yo me llamo Nayra.
Creo que no lo entendió, pero me dijo el suyo y siguió mirándome con sorpresa. Salí del portal y me encontré conmigo misma, entre triste e indignada.

A Pedro nadie le podía ni ver, es de esas personas hurañas y antipáticas hasta rozar la maldad. La conversación entre vecinos en el ascensor nunca giraba en torno al tiempo, sino en torno a su mala hostia. Cada vez que llegaba alguien nuevo a la finca me preguntaba ¿Este tío siempre es así?. Cuando mi madre venía de visita le daba mucha coba y siempre hablaba con él, así que él la trataba bien a ella y a mí, por extensión, empezó a gesticular algo que parecía una sonrisa y a llamarme guapa. Eso sí, jamás me ayudó con las bolsas de la compra o con la maleta.

Mientras andaba por Bailén, me enfadé porque Pedro no se despidió, y porque él, que empezó en el edificio en el mismo mes que yo llegué, hace exactamente nueve años, se ha ido sin preguntarnos a los vecinos qué nos parece.

Que la gente salga de nuestra vida o de nuestra rutina sin consultarnos es una putada. Ese día sentí que mi entorno cambiaba. Llegué a Callao donde había quedado con Luci y vi con espanto como la plazoletita pequeña (siempre me sorprendió que una glorieta diminuta fuera un lugar tan emblemático) se había convertido en una gran plaza completamente peatonal. Al igual que La Montera o Fuencarral.

¿Es que nadie va a preguntarnos nunca qué nos parece que el escenario sobre el que bailamos cambie? Creo que se me saltaron las lágrimas al mirar hacia atrás nueve años y ver que tantas cosas se habían transformaban y yo, en el fondo, ahí seguía, medio estancada, con el pelo más largo y con una carrera terminada, trabajando y con un sueldo de mierda, viendo Españoles por el mundo y pensando en cambiar de país a uno que tenga de verdad calidad de vida -ya está bien de tanto sol, tanta siesta y tanta hostia-, pero aquí y así.

De repente sentí que estos nueve años ya me pesan y que, a grandes rasgos, me parece que no he hecho nada de provecho. Nueve años de desorden, de caos, de conformismo. Intoxicada por una ciudad sobrevalorada, a punto de conmoverme cuando vea una postal del Madrid de los 90, a punto de no reconocer mi letra en los cuadernos que llené cuando llegué.

miércoles, 30 de septiembre de 2009

Unidades de tiempo

Acostumbré a medir mi vida en años. Ayer cumplí nueve en Madrid.
No puedo hacer balance. Todo lo que puedo decir es que aquí sigo, aquí vivo y aquí me levanto cada mañana. Aquí están mis planes de futuro.

Ayer contaba años y hoy cuento unidades de tiempo menos significativas, un poco en voz baja, para que el silencio no se rompa, para que la magia no desaparezca, y todo el ruido que me atrevo a hacer es el de mi lengua por deslizándose en mi paladar, chasqueando, saboreando. Y veo el eclipse desde dentro, casi puedo decir que por vez primera, y no quiero mirarlo demasiado porque no tengo con qué filtrar la vista.

No puedo hacer balance. Todo lo que puedo decir es que aquí estoy, aquí vivo y aquí me levanto muchas mañanas. Aquí están mis planes de presente.
Aquí está mi serenidad envuelta en piel y huesos, aquí está mi cuerpo hoy diminuto, aplastado contra la moqueta por una desgarradora y hermosa realidad.

domingo, 30 de agosto de 2009

Fundido en negro

Él le dice que no es guapo, que cómo puede ella haberse fijado en él...
Ella se ríe y le dice que no es verdad que él no sea guapo, que claro que lo es, y que, además, a ella le da igual su físico, que lo que de verdad le vuelve loca es su voz.

Ella siempre espera que todo se funda en negro, que llegue el momento de apagar las luces o de cerrar los ojos, para que él la acaricie con cada palabra, diciéndole esas cosas pequeñas y sencillas que le hacen humano y le muestran vulnerable, haciéndole temblar un poco, para que ella le recoja con un abrazo seguro y a la vez se llene del miedo que siempre dan los principios.

Entonces la belleza de ella y la voz de él componen la mágica fragilidad del inicio de una historia, grande o pequeña, cómo van ellos a saberlo, pero una de las múltiples historias que conforman esto que llamamos vida.

Y es así como ellos viven la vida estos días: uno toca el aire con su voz y la otra lo golpea con su rostro, y lo que entre ellos nace no tiene aún un nombre, pero crea sensaciones pequeñas y satisfactorias. Y así nacen la ilusión, las ganas. También es cierto que el miedo acecha y el vértigo hace de las suyas, agujereando estómagos y perforando las manos que se juntan, pero creando una sensación de euforia como sólo el vértigo puede.

Parece que han aprendido la lección: cuando el vértigo llega, ellos funden en negro, ella le escucha y él le acaricia la cara, imaginando ambos que va a salir bien.

Fundido en negro todo es más fácil de creer. Fundido en negro, creen.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Derribo

Ayer salí de casa y subí por la Plaza de la Cebada, por la acera de la izquierda. Pasado el mercado, a mi derecha, me di cuenta de que ahí faltaba algo. Miré bien y vi que varios edificios habían sido derribados, dejando una extensión enorme completamente al descubierto. Intenté recordar cómo eran los edificios que estaban ahí antes, y sólo visualicé las dos floristerías a pie de calle, en las que tantas veces me detuve. Recordé la esquina que da al metro y en la que nunca me apoyaba porque olía a pis. Sin embargo, me fue imposible acordarme de los edificios.

Siempre me ha resultado desoladora la visión de las paredes que quedan en pie tras el derribo de los edificios. Esa pared vertical que es un mosaico, donde aún se ven armarios empotrados, papeles de colores, azulejos, mobiliario del baño. Me quedé ahí plantada, intentando reconstruir, compulsivamente y sin éxito, el edificio en mi cabeza. Contemplé la nueva visión, miré las fincas de atrás, antes tapadas; pensé que ahora quienes allí vivieran podrían disfrutar de más luz.

Me invadió el vacío, la sensación exasperante que dan las cosas inanimadas cuando consiguen arrancarnos sentimientos, pensé en lo fácil que es descolocarme por el solo hecho de quitar, de un día para otro, algo que estaba ahí. Pensé en el poder de la costumbre y en la seguridad que da saber que las cosas están donde tienen que estar. Me invadió el desconcierto, en definitiva.

Seguí andando; en la esquina de Doctor Cortezo con Jacinto Benavente hay una cafetería de ésas que siempre hay al lado de los cines. Dan helados, sángüiches, bocatas y pasta de esa distribuida por alguna cadena absurda. Una pareja compartía un plato de espaguetis enchumbados de tomate frito con carne, lo que viene siendo una boloñesa, y otro plato de papas fritas con distintas salsas. A la vez.

No puedo describir el asco que sentí al ver semejantes platos y a ellos comerse aquello indistintamente. Creo que tuve que mirar para otro lado. No se pueden mezclar espaguetis llenos de una salsa horrenda y unas papas fritas.

Llego hasta Sol y me encuentro al tío que esa misma mañana ha salido desnudo de mi cama, agarrando a una rubia -para variar, digo yo- de la cintura. Ella hace como que le huye, él hace como que va a besarla, ella hace como que le rechaza, él hace como que le sigue el juego, ella hace como si las bragas no se le estuvieran empapando, él ni siquiera se ha cambiado la camiseta que yo le había quitado la noche anterior, ella hace como que se va a dejar. Ella cede, como si le costara dejarse, ambos se morrean indecentemente para ser un día entre semana y para estar en la principal plaza de la capital del reino.

Aquello me deja indiferente, sigo mi camino, así que les paso al lado, sin que noten mi presencia.

Concluyo que eso es lo bueno de que demuelan edificios, que te hace pensar que todo cae, que todo cambia, que todo fluye, como, según nos enseñaron en COU, decía Heráclito. El vacío emocional del no edificio y el asco de los espaguetis boloñesa como gusanos enormes en lodo rojo me dejaron carente de sentimientos ante aquella escena. Es increíble cuál de las cosas sin sentido que te ocurren cada día te servirá para relativizar.

En ese momento, me acordé del olor a cloro de cuando pasaba por la floristería y recordé que lo que habían tirado abajo era un polideportivo. Curiosos los acontecimientos que nos hacen reaccionar.

sábado, 22 de agosto de 2009

La playa

He puesto a lavar las sábanas y me he mareado arrodillada frente a la lavadora; me ha dado una arcada cuando he sentido el olor de las horas pasadas, que no estoy del todo segura de haber querido vivir. Procuro pensar que aquello no fue real, pero lo cierto es que han caído al suelo algunos granos de arena.

Volvimos de la playa, después de un largo viaje, y en mi cama ahogamos el desamor que nos quedaba, después de habernos prometido que se había acabado mientras nos dábamos el último baño en el mar con el firme propósito de que esa era la última vez que ibas a estar dentro de mí.

Qué idiotas, ¿es que no lo sabíamos? Ya habíamos aprendido que después de tanto tiempo de recorrernos el cuerpo de todas las maneras posibles nos negamos a desenganchar nuestras pieles a pesar de que nuestras cabezas sepan que ya no hay más.

Pero no. Volvimos a Madrid y nos tiramos en la cama, desgarrándonos el alma con cada beso -que en realidad eran mordiscos-, diciéndonos con las manos que no éramos capaces de asumir la última vez y cayendo en ese ritmo frenético del sexo cuando se cree que la persona que tenemos entre los brazos se nos va a escurrir. Ese ritmo rápido y mecánico, pero certero y experimentado. Ese ritmo que no falla cuando se tiene a alguien delante cuyo cuerpo se conoce bien, haciéndolo todo a la perfección. La playa se vino a mi cama, durante un día y medio entero, casi sin parar.

Y chupándote me sabías a mar mezclado con la canela a la que siempre me supo el camino que empieza bajo tu ombligo.

Y mordiéndote me dije que por qué no intentarlo, que por qué no dejar que nuestros cuerpos decidieran, y nuestros cuerpos decidían hacer el amor para siempre.

Y gimiéndote te dije que no te fueras, que no podías irte, que no podías dejarme así.

Y llorando me dijiste que no, que adónde ibas a ir tú sin mí, y que no querías que acabara el verano, que no querías tener que salir de la cama y renunciar a nuestros cuerpos desnudos.

Y riéndome te vi reír y empezar de nuevo a darme lo que mejor me sabes dar y me prometí que lo iba a intentar.

Y sobresaltada me desperté en medio de la noche y sentí ese olor que luego notaría al lavar las sábanas y me di cuenta de que no, que no, que no podía ser.

Y te despertaste y me dijiste qué te pasa y te dije no es nada, duérmete, me ha despertado el calor.

Y me contestaste, sí hace mucho calor, ojalá estuviéramos aún en la playa.

Y me abrazaste mientras yo te mentía y te decía sí, ojalá.