domingo, 29 de noviembre de 2009

Vómito

Recuerdo aquella noche. Aún me duele.

El día que sentí dolor supe que había llegado el momento de admitir que los sentimientos que con tanto esmero traté de medir se me habían ido de las manos. Esa punzada implicaba que ya no había vuelta atrás.

Mi esternón emitió un crujido: se había roto con los latidos de mi corazón asustado, que botaba insistentemente antes de apagarse. Mi cuerpo se convirtió en un ataúd de madera en el que reposaban órganos inertes.

El dolor de la consciencia hizo de mí un cuerpo muerto.

Me recuerdo de rodillas vomitando en el suelo, poco antes de perder el conocimiento. Cuando volví en mí, era un despojo entre tus brazos, más largos que nunca.


No soporté que estuvieras ahí cerca, que lo hubieses presenciado todo. No podía aguantar tu cara de compasión, de resignación, de pena ajena, de quien trata de guardar la calma mientras se hace preguntas.


Recuerdo que, aunque no entendías, me decías que no pasaba nada, que no intentara explicártelo, que ya habría días para hablar. Recuerdo que no contesté, consciente de que no habría ya tiempo de nada, de que había llegado demasiado lejos.


Sabía que mi dignidad te desterraría a un lugar lejano, sabía que nunca admitiría lo ocurrido y jamás confiaría a tu memoria el mayor de mis secretos. Mi amor por ti no era tan grande como mi sensación de vulnerabilidad y de hielo.


El vértigo había podido conmigo, me había dejado caer al abismo y al final me había estampado contra un mármol liso y frío.


Sabía que mi cara de miedo se te quedaría para siempre en la retina y que incluso dejarías de ver mi sonrisa, porque ya sólo podrías ver mi mueca de dolor cuando me dirigieras la mirada.


Mi desnudez llevó a la innecesaria transparencia. Mis órganos estaban congelados y se veían a través de la piel lisa.

Sentía que mi cuerpo inerte era una cárcel, que mi corazón había acabado enjaulado entre mis huesos. Tenía el esternón partido en una fisura mortal y era incapaz de respirar sin tus branquias.


Mi última mirada fue hacia el charco de vómito a mi izquierda: transparente, líquido y salado. Eran las lágrimas que mi orgullo se negó a llorar cuando era el momento y que, junto a la hiel, se colaron poco a poco en mi tripa, desembocando en un final tan absurdo.


Te dije que te fueras. Mientras intentabas que no te cerrara la puerta, comprobé que tu cara, en el fondo, era de alivio.